domingo, 21 de junio de 2009

La loca de blanco

La loca de blanco parece un tronco orondo. Es grandota. Cuando se detiene al lado de algún viejo árbol de la Plaza Bolívar me pregunto quién es quién. Viste de blanco y usa tacones gastados. O lejanos. Y es grandota. A veces se sienta durante horas en una callecita cercana, en silencio, a veces camina como si volara.
Su vida transcurre entre los estrechos caminos del viejo e histórico centro de Pueblo Libre. Muchas noches la he visto en su pequeño banquito mirando al vacío, pacífica, con sus bolsos al lado, su pelo castaño desteñido, su rostro bronceado y siempre de blanco. Casi nunca está de pie, pero cuando va, sobre todo en las madrugadas, difícilmente pasa desapercibida. No anda desarreglada ni despeinada. Usa una especie de túnica o faldón que le da un aire de misticidad.
Debe tener unos 40 años. Y aunque nunca la he escuchado hablar, sí la he visto fumar. Cigarros blancos, como debe ser. No sonríe, pero su mirada regala lo que muchos cuerdos buscan con desilusión: paz, que dicen es blanca como sus vestidos, sus zapatos y sus cigarrillos. Porque la loca de blanco parece un fantasma, pero también un ángel.
Hay locuras bellas y ella es una de ellas. La mía, a comparación de la suya, debe ser fea y burda. El triste remedo de un chiflado. Y es que no tengo la capacidad de la auténtica locura. Esa que abraza y transporta a otros mundos. Esa que hace que la risa o el llanto sean solo unos actos simplones de la vida y no las muestras tangibles de sentimientos extremos.
Hace unas semanas, cuando caminaba de madrugada por una de las callecitas de la Magdalena Vieja, pude ver a la loca instalada en su diminuto asiento en medio de la calle por la que yo caminaba. Nunca le he tenido miedo. Ni siquiera en momentos como ese, en que solo existíamos ella y yo. Por eso seguí mi camino. Y al pasar por su lado, de pronto, algo me impulsó a ir más despacio. Sentí su verde mirada. Me detuve. Volteé a verla. Ella me miraba fijamente. Nos vimos en el silencio. Luego cerró los ojos, alzó la cabeza y abriendo los brazos al cielo me dijo: “Para olvidar hay que hacer el amor y fumarse un porro”.
Desde esa fría noche de otoño no he sido el mismo. La loca de blanco de Pueblo Libre hizo que yo la quiera. Que la busque y la quiera. Su sabia locura me desnudó y me redujo a la condición de ser humano cuerdo. Ese que goza con pequeños momentos felices y cae cuando le llegan penas y desilusiones. Un llamado hombre cuerdo que no puede olvidar. Porque eso eres, me dijo la loquita calladamente. Eso eres y me abrazó en su piedad. Me dio la panacea.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Loquito lindo!

una pez payaso dijo...

Hola Enrique...qué bonito tu relato y que profundo. Somos seres humanos, débiles en los malos momentos y todos más o menos locos o cuerdos. En esos momentos de cordura nos damos cuenta de que la vida no es otra cosa que caer y levantarse y en el camino, aprender a disfrutar de esos pequeños (o grandes) momentos fugaces de felicidad.

Un saludo de corales
glup!

Raulín dijo...

El que escribe de locos tiene que estar loco. No te salvas Kikín.

Anónimo dijo...

...Esa loca de blanco sucio, por si acaso, no conocerá a otro loco blanco-sucio?...también necesito olvidar mi nombre...;o)
MSL

Jorge Luis Chamorro dijo...

doctor, cuando nos volvemos a ver? gracias por la difusión en vuestra página, ah este viernes tocan los protones en la galería de la alianza francesa dentro de mi exposición ACCIONES DIRECTAS, ahi podría ser... un abrazo grande hermano