jueves, 31 de julio de 2008

Las cagadas de mi vida

La otra noche, al dar un paso fuera de mi casa en dirección a mi carro para ir al cumpleaños de mi amigo Raúl, sentí un ligero golpecito en mi hombro derecho. Volteé a ver de qué se trataba y efectivamente era lo que imaginaba. Luego alcé la mirada para conocer el origen de aquello casi familiar para mí y entonces lo pude ver: el culo de una paloma que yacía posada en la cornisa de la ventana de la habitación de mi hermana. Es decir, había sido cagado por un pajarraco una vez más.
El día en que a Santiago Nassar lo iban a matar, cuenta Gabo, había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros. A mí los pájaros me han cagado y salpicado tanto en sueños como en la vida misma. Y no sólo en la cabeza, sino en los hombros, el pecho, en la espalda y caminando por la calle; vestido de traje, solo, acompañado, de pie, aquí, allá, bajo un cielo límpido de nubes y hasta dentro de un local.
Las palomas y sus regalos son considerados un mal endémico mundial. En muchas ciudades de Europa las matan porque se multiplican tan rápido como los conejos y dicen que ya hay demasiadas. En las latinoamericanas también las matan, pero supongo para que la gente se prepare algún buen guiso o un caldito con fideos. Pero en todas, hay que decirlo, existen quienes las alimentan con maicito o pancito o algún otro grano que les sobra en casa. Es decir, hay quienes les llenan el buche para que después se dediquen a cagar a diestra y siniestra.
Dicen que la probabilidad de que alguna paloma guanera te cague es de una en un millón. Esto, claro está, si te encuentras lejos de iglesias, plazas, monumentos o parques, en donde abundan. Y dicen también que es de muy buena suerte y otros aseguran que no solo eso, sino que significa plata, money, soles, dólares o euros. La verdad es que no me puedo quejar de la vida que he tenido, pero no quiero pensar que todo lo bueno que me ha pasado se lo debo a las cagadas de las palomas. Pero calculo que cuando algunos mencionan lo de plata, money, soles, dólares o euros, se refieren al gasto que ocasiona limpiar la mancha y el olor que te dejan.
Puedo contar muchas anécdotas con respecto a los cagues de las palomas en mi vida, pero sólo me detendré en una. Ocurrió hace muchos años en un matrimonio en Monterrico. Habíamos ido en grupo a la iglesia y luego a una casa enorme con jardines, piscina y un gran salón techado con toldo al fondo. Había un bufé con mucha comida y gente elegante por todas partes. Yo había ido con un terno negro, impecable, y con una corbata amarilla medio brillosa, elegante. Me senté en una de las mesas redondas junto con Arturo, Mónica, Erika, José, Isabel, Álvaro y Elizabeth, entre otros. Presenciamos la entrada de los novios, la presentación, el baile con los padres y padrinos, y aplaudimos entusiastas el vals que interpretaron. Jenny estaba radiante. Todo estaba muy lindo. Y como parte del programa y marco ideal para el baile central, soltaron unas palomas. La gente se alegró y festejó el detalle. Luego de algunas piruetas, casi todas salieron volando por un espacio abierto en el techo, salvo una. Era blanca. Y fue esa una la que sobrevoló por nuestra mesa y soltó su proyectil. Su blanco, mi terno negro, hombro derecho. La maldita había tragado tanto que más bien parecía un pato el que me cagó. Era un chorro. Mis queridos amigos de la mesa se morían, pero de la risa. En ese momento me enfurecí con todos. Odiaba que se rieran de mi desgracia. Qué suerte ni qué ocho cuartos. Váyanse a la mierda, les dije. Luego Mónica se puso a mi lado para ayudarme a limpiar la caca de ese bellaco pajarraco. Mi rostro era un tomate de la cólera y de la vergüenza. El de Mónica también, pero por la risa contenida.
Lo bueno de estas cosas, aparte de la estrella que dizque te trae, es que te haces inolvidable. Casi famoso, diría. De esta anécdota han pasado casi diez años y aún mis amigos la citan en las reuniones que hacemos. Pero claro, si no se tiene la paciencia y el aguante para resistir las risas y carcajadas, que no son burlas precisamente, entonces sí la cuestión se complica.
Yo me río con mis amigos y me encanta hacerles reír. A veces sin quererlo, a veces montando shows (como hace unos días en una discoteca cuando me lancé a los brazos de una rubia con sorpresa). Y no necesito de palomas ni de sus cacas para tener la suerte de reírme de mí mismo. Aunque si de alguna fortuna traída por estas debo de ufanarme, son justamente ellos, mis amigos, una de las más grandes que me ha brindado la vida.

miércoles, 30 de julio de 2008

(este es un aviso político contratado)

HOY


Este será un recital de poesía muy singular, con humor, irreverencia y talento de todas las edades. Es una cita a propósito de la selección titulada: "2+ No antología No contemporánea de los poetas amigos", la misma que declara fundarse "en el amiguismo y no en la búsqueda de las nuevas coordenadas de la creación poética, menos en el convencionalismo de la homegeneidad retórica o generacional".

Los editores de EstaNoEsUnaPutaEditorial han reunido en ella a veinticuatro poetas guiados por el sólo y confesado criterio de la amistad que los vincula.

Participan en esta aventura parnasiana:
Enrique León, Rafael García Godos, David Collazos y Gabriel Bolívar.

Recitarán Diego Lazarte, Josefina Jiménez, Giancarlo Huapaya, Vanessa Martínez, José Pancorvo, Andrea Cabel, Harold Alva, Carlos López Degregori, Gonzalo Málaga y Miguel Ildefonso. Julio Heredia oficia de anfitrión por la Alianza Francesa.

Los esperamos pues HOY a las 7.30 p.m. en la Sala Lumieres de la Alianza, ubicada en la Av. Arequipa 4595, Miraflores.

2+ No antología No contemporánea de los poetas amigos reúne los textos de: Harold Alva, Gabriel Bolívar, Andrea Cabel, David Collazos, Roxana Crisólogo, Manuel Fernández, Miguel Fuentes, Rafael García Godos, Ericka Ghersi, Willy Gómez, Héctor Hernández, Giancarlo Huapaya, Miguel Indefonso, Josefina Jiménez, Diego Lazarte, Enrique León, Carlos López Degregori, Gonzalo Málaga, Miguel Malpartida, Vanessa Martínez, José Pancorvo, José Ruiz-Rosas, Salomón Valderrama y Stanley Vega.

miércoles, 23 de julio de 2008

Ella y él


Ella está tendida en medio de la habitación. Su blanco cuerpo recibe la débil iluminación de un viejo lamparín. Su boca entreabierta al igual que sus manos parece exhalar el silencio que reina en su estancia. Su mirada al vacío.

Él permanece inmóvil sobre un holgado sillón beige. El humo de su cigarrillo ensombrece la imagen de ella y los latidos de su corazón le ponen ritmo a su ausencia. Sus piernas entrecruzadas.

Es la noche menos blanca de un largo verano. El rumor del viento, blando, acompaña al secreto que envuelve los cuerpos de dos seres que se temen. Que se desean. Que se aman.

Él suspira. Rompe el silencio.
- Podría dibujar en mi sueño el abstracto de mi cuerpo y poseerlo poco a poco sin que un observador perturbe el ansiado festín. Y besarlo y abrazarlo hasta hacerlo mío.

Ella no reacciona. No le ha escuchado. Parece como si extrañara que la noche ingrese a la habitación y que fuera ella quien la tomara por asalto. No le importa nada, sólo la noche. Él prosigue en su monólogo.
- Mi piel estaría a la orilla de un celeste río, bravío, caudaloso. Se uniría a él y gozaría el castigo. Gozaría el momento sublime de morir en sus fieras aguas.

Ella cierra los ojos. Llora. Necesita ocultar el deseo de ser amada. El tiempo en la habitación no es suficiente para olvidar el instante. El instante es eterno. Dice.
- Sé de una historia incompleta que recuerda el destino de una niña solitaria. De la herida que le heredaron un día de invierno. De su estigma etéreo.

Él comprende lo escuchado. La observa y siente miedo. Finge distracción. Ella está derrengada. Estira el brazo y se obsequia una manta azul. Cubre su rostro. Llora. Él dice.
- Podría entablar contacto con mi espíritu inmutable y ofrecerle el dulce beso de la muerte. Sumergirme en su luz tétrica y obscena y navegar en ella cual gaviota en el ocaso.

Ella detiene el sollozo. Endereza el cuerpo bocarriba. Fija su mirada al sucio techo. Imagina un elefante de grandes colmillos, un león melenudo, una mariposa colorina. Dice.
- La niña debía de sonreír en todo momento. Eres una linda niña, le decía su padre. Y las niñas lindas no conocen de tristezas, decía su abuela. Están siempre felices sonriendo para los demás.

Él escucha. Una lágrima furtiva atraviesa su rostro. La desvía de inmediato. Piensa. Nunca he llorado. En frente de ella ni de nadie. Nunca. Ella continúa.
- La niña crecía al paso de los años. Siempre sola. No conocía de amores. Nadie jamás comprendió la terrible soledad de su alma ni la extrañeza de su mirada ni el color de sus ojos. Y sonreía.

Él interrumpe.
- A veces siento a mi sangre salir por los poros de mi cuerpo. Recorrer lagos y ríos y llegar a una espumosa cascada. Y caer y caer hasta tocar el fondo negro de una copa de vino. Las aguas de la cascada se tiñen de un rojo intenso. El vino es negro. Y yo sumergido.

Sus frases fuera de lugar, sus incoherencias, le abrían siempre la puerta de escape al momento, a la realidad. Eran el manifiesto de un huir de toda situación que evoque sentimientos tiernos. El subterfugio preciso para no demostrar amor, para no demostrar emociones. Asé era él. Un ser que nunca creyó amar ni ser amado. Ella no calló.
- La niña se hizo adulta. Aunque ya no existíaa en ella la obligación de una sonrisa, sonreía. La costumbre a veces es más fuerte que el propio deseo. La adulta que era niña así lo creía.

Ella llora mientras habla. Y sonríe. Dice.

-Tras su hermoso rostro y mirada de fuego ocultaba su aterradora y dulce soledad. Nunca se apartó de ella. Jamás siquiera lo pensó. Ella había nacido bajo el signo solitario del silencio. Ella era la soledad misma. La tristeza.

Ha concluido la historia. Su historia. Ella lo sabe. Llora. Sabe también que es sólo un personaje más. Sabe de su resistencia al amor, a amar y ser amada. Y que día a día se hunde en el olvido triste de las historias sin fin. Y sonríe.

Ella le ama. Nunca se lo dirá. Ella sueña con él. Nunca lo aceptará.

Él ha escuchado con atención las últimas palabras de ella. Le causa miedo. Es la historia de su historia. Siente al negro cielo abrir sus nubes, ser cogido por largas manos huesudas y ser desnudado enfrente de ella. Siente su desnudez. También él es un personaje más. También él es un reo de la soledad.

La historia llorada por ella era el aparente paliativo a su temor. Así lo creía. Al fin ve al amor delante suyo. A el amor. Largos días y noches y eternas horas eran testigos de sus pensamientos bañados de lágrimas por ella. Y la almohada, absurda, el mimo apetecido.

Él la ama. Nunca se lo dijo. Nunca le demostró siquiera. Envuelto está en el manto de la represión. Ese que ciega. Toda su vida fue lo mismo. Ahora quiere gritarle cuánto la adora. Quería gritarlo al mundo. Pero no, no lo hará.

Él la ama. Y se teme y la teme. Ella lo mismo. Ella vivirá siempre unida a él. Y distante. Él lo mismo. Y siempre él y ella sumidos en la quimera del amor.

jueves, 17 de julio de 2008

Mi amigo Gianmarco

Conocí a Gianmarco una noche de verano en Barranco. Era el año 1989. Yo apenas había terminado el colegio y él ya tenía 19 años. Y ya cantaba y encantaba, aunque en pequeños lugares donde era fácil contar al público con los dedos de las manos.
Aún eran tiempos de terrorismo y miedos colectivos. La gente caminaba por las calles, iba a fiestas y a conciertos, pero siempre desconfiada y mirando a todos lados como quien se cuida de lo inesperado, de un peligro anunciado. Nadie valía mucho para las bombas de quienes subvertían el orden de una democracia para llegar inválidamente al poder. Ni para los fusiles de aquellos uniformados que te calificaban por el peinado o la ropa que usabas. Salir un viernes o sábado por la noche era como caminar en un callejón oscuro en el que una fatal sorpresa podía llegarte de cualquier modo y lugar.
En ese entonces Gianmarco lucía una cabellera que aun se podía peinar. Era delgado, vital, y siempre pecoso, lunarejo y risueño. Yo tenía el pelo por los hombros y a veces lo recogía en una cola; ya usaba anteojos y no soltaba una casaca de cuero negra que era mi preferida. Él usaba una parecida, igual de vieja que la mía. Casi siempre coincidíamos en usar jean celeste, camiseta blanca y la negra casaca. A veces solo nos diferenciábamos por una bufanda de color chillón o uno de esos collares hechos de grandes semillas o por una gorra, en su caso, o un pañuelo, en el mío.
Recuerdo que una vez nos encontramos en la Av. Pedro de Osma. Yo llevaba la vieja guitarra Falcón de mi padre y él su guitarra tantas veces rasgada. Era un sábado y Gian, como le llamaba, no tenía presentación en ningún local de la zona porque no le tocaba: habían otros cantores con cierta familla que eran los preferidos por haber colocado alguna canción simplona en las radios. Nos sentamos en una banca de la plaza de Barranco y nos pusimos a tocar y cantar melodías ya olvidadas. Nadie nos escuchaba, pero lo hacíamos como si tuviéramos enfrente a un público de 20 mil personas. No nos importaba. Él tenía sus letras y su música y yo mis cancioneros de éxitos de los 80. Una botella de algún licor barato mezclado con jugo de naranja en caja, era nuestro aliciente. Nuestros bolsillos estaban tan vacíos como los mercados, grifos, tiendas y supermercados: eran tiempos de recesión, inflación y de exportación (o fuga) de talentos y de gran producción de monedas sin valor ni razón. Pero, sin duda, una belle epoque por los amigos, la música, la poesía y los sueños de un futuro de revolución pacífica.
Nos veíamos a menudo. Casi siempre en Barranco o Miraflores, aunque alguna vez en Pueblo Libre, donde yo vivía. Alguna vez comió en casa y yo en la suya. Siempre tenía qué contar y lo hacía con tal rapidez que no dejaba entenderse. Pero siempre divertía. Y yo le escuchaba con atención. Me llevaba 4 años y para mí era la voz de la experiencia. Había viajado mucho y hasta vivido solo y ya pensaba en viajar a Santiago para estudiar publicidad. Dedicarnos a la música, creíamos, no bastaba en un país como el Perú. Teníamos la fuerte influencia de nuestras madres que coincidían en ese pensamiento y nos repetían: "toca la guitarra, canta, baila si quieres, pero también estudia, que la música no será suficiente". Con el tiempo ambos les hicimos caso, yo un poco más, él un poco menos, pero, al parecer, ninguno se equivocó.
Han pasado muchos años. A Gianmarco se le han caído casi todos los pelos de la cabeza y los que le quedan se los afeita. Cuestión de look, dice. Ahora luce tatuajes y no es famoso solo por una canción de amor, sino por sus muchos discos, premios, honores, sus tantas letras y melodías inolvidables y requeridas por intérpretes internacionales, y por su sencilla forma de ser y apreciar la vida. Cada vez que lo veo en la televisión o en Internet o en algún periódico o revista, percibo de inmediato que sigue siendo el mismo chico de 19 años que conocí una tarde de verano en Barranco y con el que compartí tantas tardes y noches con la sola compañía de nuestras viejas guitarras.
Hace unos pocos años nos cruzamos en San Isidro y al vernos nos dimos un gran abrazo. Conversamos largo rato en un bar y pudimos comprobar que un amigo es aquel por el que sentimos algún tipo de admiración. Me lo dijo y se lo dije. No paramos de hablar y sonreír y fastidiarnos como cuando éramos chiquillos. Desnudamos sin temor las alegrías y las tristezas las descubrimos sin pudor. Y pude ver que sigue siendo el amo y dueño de sus historias y sus sueños.
Yo lo recuerdo siempre, aunque a veces ande por las nubes. Me sigue llevando 4 años y cada vez me parece más sabio, aunque él diga lo contrario. Pero sé que es feliz, como yo, a pesar de los golpes y las caídas. Y es que, al parecer, ninguno se equivocó.

domingo, 13 de julio de 2008

¡Achiuss!

Hoy he estornudado veinticuatro veces. ¡Achiuss! Veinticinco. Y no es porque esté resfriado o tenga gripe, sino por mi alergia.
Odio esta alergia. La odio tanto que a veces quisiera haber nacido sin nariz. Claro, sé bien que mis fosas nasales no tienen culpa alguna, aunque sean sus conductos por los que se hace interminable esa sustancia viscosa llamada moco, pero compréndanme: de tanto sonarme y limpiarme la ñata, que no es tan ñata, se me pone toda roja y gorda como la de un claun.
Esta fastidiosa alergia, que además me hace lagrimear y a veces me bloquea los oídos, no solo afecta mi salud física, sino mi economía: Clorfenamina, Cetirizina o Loratadina, cualquiera de estos antihistamínicos es el que debo comprar cuando esta me invade y se apodera de mi sensible organismo. Además de pañuelos desechables, toallas de papel y hasta de mangas de chompas y casacas que se vuelven los depositarios de mis caudalosos ríos. Y sí, ahora lo confieso, soy yo el que robo el papel higiénico cuando entro al baño.
Sé que mi alergia no tiene cura y moriré con ella y sé también que en la mayoría de las veces la culpa es del polvo y la humedad que se respira en Lima y la cercanía de mi casa al mar. En la mayoría de las ocasiones me acompaña en las mañanas de invierno, pero en muchas otras me ha jodido durante todo un día sin importar la época del año, la ciudad o la compañía con la que amanezca.
Dicen que hay que aceptarnos como somos para querer a los demás. Por eso yo he aceptado a mi alergia y, aunque a veces la maldiga, creo que no sería el mismo sin ella. En el fondo es una fiel compañera, esa que no sabe de pobrezas ni de malos momentos ni de abandonos.
Pero si alguna vez me ven estornudar veinticinco veces, no me digan ¡Salud! veinticinco veces, por favor (y menos ¡Jesús!, como en España). No se molesten. Con una sola vez basta y sobra. Que de tanto salud y salud, vamos a terminar borrachos de tantas gracias y gracias, ¿no? ¡Achiuss! ¡Salud! ¡Gracias! Veintiséis...

martes, 8 de julio de 2008

Mi carro: el choque final

Y digo final no porque mi carro se haya destrozado o me haya muerto, sino porque después de este choque no habrá otro más: su reparación ya es un hecho y su venta casi inmediata.
Fue muy fuerte, la verdad. Más que los tantos otros anteriores. Pero, repito, no me he muerto ni quedé gravemente herido. Quedé un poco impresionado, sí, y aún, pero con mis diez dedos enteritos y expeditos para el cuento de hoy.
Mi amigo Piero dice que una o dos veces pueden ser casualidad, pero tres o cuatro, ya no. ¿A qué me refiero? Que en este choque también estuvo presente, aunque unos minutos antes, Erika. No digo que mi amiga sea una especie de ave de mal agüero o amuleto de bruja, pero es la realidad: Erika ha estado presente prácticamente en cuatro choques de mi carro salado que necesita agua bendita, como dice Humberto.
¿Que cómo fue? Pues iba por una avenida de doble sentido luego de dejar a Paola y Erika en sus casas, en Pueblo Libre, y a Mariela en una esquina segura para que tome su taxi. Iba rumbo a mi casa, solo, a unos tres minutos de allí. Al llegar a una intersección con una calle de un solo sentido, yo seguí mi camino confiado en que los conductores que cruzaban la avenida por la que yo iba respetarían la palabra PARE. Pero no fue así. Un carro siguió de largo sin siquiera sobreparar por la giba colocada por precaución, y me impactó en la parte izquierda, por mi lado, de lleno, dándome una vuelta completa y arrojándome sobre un jardín cercano.
El sonido fue tremendo. Tanto que Mar, la hija de Erika, lo escuchó desde la sala de su departamento a 50 metros del lugar. Tanto que fue eso lo que más me asustó y bloqueó e impidió que salga de inmediato. Tanto que solo miraba al vacío con el carro aún encendido. Hasta que empezaron a aparecer muchas personas a mi alrededor: vecinos, transeúntes, policías municipales y nacionales y varios chismosos. ¿Se encuentra bien? ¿Está bien?, decían. Y me miraban. Y me seguían mirando. Cuando me moví un poco para sacar el celular de mi bolsillo, escuché a un viejito que decía: Ah, está bien… hasta va a hablar por teléfono… Luego llegaron Mariela, Erika y Rafael y pude sentir que la compañía es el mejor obsequio en un momento así.
Esta vez no fue una hermosa mujer con un carro de lujo quien me chocó, sino un señor de 64 años que alquilaba un taxi amarillo Toyota Station Wagon para trabajar y poder mantener a su familia. No contaré detalles acerca de mi chocador jubilado ni del modo en que arreglamos las cosas porque creo que no estaría bien. Sólo diré que al día siguiente, al volver a verlo, me dijo: Usted ha ganado un amigo.
Enrique, entiende de una vez por todas, estás conduciendo en Lima, maneja a la defensiva, me ha repetido Omar en los últimos días y cada vez que ve mi carro. Enrique, pareciera como si fueras tú quien quiere que lo choquen, inconscientemente, pero creo que eres tú, me ha dicho Aida. Y yo no sé qué decirles porque creo que tienen razón: soy yo pues, sí, aunque son otros los que me chocan, al parecer soy yo. Por eso creo que debo terminar de leer The secret y desear firmemente no volver a contar ni escribir sobre un choque nunca más... aunque me divierta tanto haciéndolo.

martes, 1 de julio de 2008

Mamá, quiero un Tola

Ese fue el pedido que le hice a mi madre cuando tenía 12 años. Yo no quería un Atari ni el carro de Meteoro. Yo quería un Tola. ¿Y cuánto costará uno de esos?, me dijo, mientras veíamos unas fotos en una revista. No sé, pero deben ser baratos, ¿no?, le respondí.
A los pocos días me olvidé del pedido y recibí como sorpresa un enorme avión a control remoto que no volaba. Pero era Navidad y la imaginación y los cohetecillos bastaban para elevar cualquier cosa por los aires. Además me gustaba que mi avión lance un sonido de despegue, alce el pico y encienda las lucecitas de sus alas. ¡Qué Tola ni qué ocho cuartos! Eran los 80 y yo tenía un Boeing 707 que no salía en revistas ni en ninguna publicidad porque seguramente mis padres lo habían pedido de contrabando.
Han pasado más de 20 años y la obra de Tola ya no es la de entonces, ha evolucionado enormemente. Aun así la semana pasada volví a decirle a mi madre que quería un Tola. Para qué, me respondió. Mamá, es un Tola, un cuadro de uno de los artistas plásticos contemporáneos más importantes del Perú. Sé quien es Tola, me dijo, mientras me lanzaba una de sus dulces miradas que anuncian peligro. Pero mejor por qué no te buscas una Tula, remató. Luego me hizo un cariñito en los cachetes. Y claro, tenía razón. Era más fácil encontrar una mujer con plata con la que hacer clic, que comprar San Cipriano El mago (que en realidad se llama La cura del daño) de Tola. ¿Cuánto cuesta ese?, preguntó David al vigilante de la galería. Para ti 40 mil, le respondió. Pasamos la saliva. ¿Y el de allá?, le pregunté. Ah, ese 80 mil. ¿Hablamos de soles?, le dijo David. No pues amigo, dólares, moneda americana. Ah, ya... ¿Tienes otro folletito?, le pregunté finalmente.
Habíamos ido a ver la muestra antológica titulada Tola. El artista como demiurgo, en una sala de Miraflores. No había mucha gente, aunque sí algunos chiquillos con sus mamás copiando las leyendas de las obras para la tarea del colegio. No nos importaba el ruido que hacían con sus chicles ni los flashes de sus fotos. Estábamos en medio de tantos Tolas que hablaban de 40 años de trayectoria artística en una selección de 50 obras entre óleos sobre lienzo, esmaltes sobre maderba y trabajos con técnicas mixtas, y eso bastaba. Era la segunda vez en menos de dos meses que veíamos a Tola en una galería. Allí estaba él, rodeado de abrazos y saludos. También había güisqui para todos. Salúdalo, le dije a David, que decía que Tola en persona le había escrito un mail de invitación. Claro, si dices que ha visto tu video en youtube, te va a reconocer, le dijo Gabriel. No, mejor no, repitió y repitió David en todo el tiempo que estuvimos fungiendo de intelectuales en medio de tanta linda invitada. Yo quería que me lo presente pero nunca se le acercó siquiera. ¿Pero no dijiste que era tu amigo?, le increpamos antes de salir al concierto que Frágil ofrecía al aire libre, afuerita nomás.Aún quiero un Tola. Cualquiera, uno chiquito aunque sea, pero quiero uno. Y no sé si algún día lo compraré o lo robaré, pero lo tendré. De eso sí estoy seguro. Aunque por ahora me conforme con una imagen de la serie Los eunucos de la guerra que recorté de El Comercio cuando le hicieron un reportaje a colores. Y con los catálogos y folletos que tan gentilmente me obsequiaron en las dos galerías en las que lo fui a ver. Además, no tendré una Tula pero tengo a Tola en su web... y allí hago clic con él cada vez que me da la gana.

Tags: