miércoles, 28 de mayo de 2008

Indiana, Indiana...

Ayer fue cumpleaños de Gabriel y no tuvimos mejor idea que celebrarlo yendo al cine a ver Indiana Jones, a sugerencia de David. Y en un cine en el que la entrada valía cuatro soles y en el que la chica que vendía los boletos era la que los recibía en la entrada a la sala y la que limpiaba y la que vigilaba y la que sonreía y la que vendía la canchita. Aparte de nosotros había cinco espectadores más.
La película es un fiasco total y quiero contar un poco de lo que vi y oí para que ustedes no vayan a verla. Pero de verdad les digo: no vayan a verla. A menos que quieran reírse como tontos ante tanta bobería. No soy crítico de cine y esto tampoco es una crítica. Aunque claro, estoy criticando pero igual no quiero que sea una crítica. Que sea lo que ustedes quieran que sea, pues.
Comenzó con la imagen de unos rusos asaltando un bunker americano y llevando a Indiana secuestrado para que encuentre un cráneo de cuarzo blanco con poderes, hecho por seres de inteligencia superior que habitaron hace miles de años nuestro planeta. Resumiendo, que tampoco voy a contar detalles: quieren encontrar el lugar de donde fue sacado ese cráneo alargado que resulta ser una ciudad de oro perdida en la selva del Perú. Ya. Punto. En eso radica todo el asuntillo. Y qué hace el imbécil del sombrero, citando a los Hombres G, viaja, con el chico que después sería su hijo, de Estados Unidos a Cusco, en donde están las líneas de Nazca, a la espalda de Machupicchu, a la vuelta del lago Titicaca y enfrente de Caral. Ahí mismo viajan. Y aterrizan en una ciudad de nombre maya en donde habitan indígenas incaicos que bailan rancheras y en cuyas calles, el de la barbita de cuatro días, le confiesa a su hijo que aprendió a hablar quechua con Pancho Villa. Ríanse nomás. Pero aún no acabo, aunque veo que el post se está alargando mucho. En fin. Sigo. Los rusos, o sea los malos, persiguen a Indiana, su hijo, la madre de este, que fue secuestrada y que al final se casa con Jones, a un científico loco y a otro ambicioso y mentiroso. Cuando encuentran el lugarcito, de manera casi mágica, aparecen unos indios-cuidadores-muertos-vivientes que parecían bailarines de capoeira en carnaval pero que danzaban un huaino. Suben los escalones de una pirámide azteca, erigida al lado de las líneas de Nazca y la fortaleza de Kuélap, e introducen el cráneo en un orificio arenoso. Luego todo se transforma en una construcción de oro que los lleva a una especie de templo birmano en donde reposan sentados seis extraterrestres transparentes y huesudos a la espera del cráneo del séptimo. Se lo ponen y todo se cae y derrumba y todos los malvados mueren y del suelo emerge un platillo volador del tamaño de Lima. Allí muere también la rusa, una mezcla de Uma Thurman con Mafalda, que los persiguió como loca por la selva, entre monos y un Tarzán, por las cataratas de Iguazú, al lado del Amazonas y al costado de Chicago y el océano Pacífico. Felizmente, el de la cazadora de cuero, su látigo y su revólver, y que ahora sobrevive hasta de una bomba nuclear metido en una refrigeradora que es lanzada por los cielos, sale vivito y coleando, como decía mi abuelita, gracias a la millonaria imaginación de Lucas y Spielberg. Y todos sus acompañantes también, menos (obvio) el ambicioso y mentiroso.
Sin embargo creo que mi sufrimiento con esta película no es tan grave como el que puede padecer, estoy seguro, un arqueólogo. Indiana rompe momias, destroza tumbas, derriba pirámides, saquea mausoleos, rompe huesos y destruye la más grandiosa colección de piezas milenarias que se hallaba en la antesala del salón del platillo volador. También arruinó la ciudad de oro que supuestamente estuvo perdida en el Perú y que todo el mundo quiso encontrar. Por todo, Jones no es más que un huaquero saqueador que llega a ser subdirector de una universidad americana por sus dizque grandes hazañas y descubrimientos. E incluso al final lanza una moraleja: “su verdadero tesoro era el conocimiento”, dice, refiriéndose a los antiguos habitantes de América y luego de haberse traído abajo todas las ciencias posibles y existentes y hasta haber desafiado la gravedad. Suelta el látigo y verás.
Afortunadamente teníamos el estómago lleno porque habíamos comido torta de chocolate en la casa de Gabriel y bebido una de las tantas aguas frescas que prepara con maestría Misela, la Cachete, de limón o de piña, usted escoja. Y el Rafael durmiendo. Ese Eddy.
(Música)
Indiana, Indiana... Indiana, Indiana... No sabes decir otra cosa, me tienes hasta la banana.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

De tanto que describiste, me dio curiosidad de ver la salvajada que habían hecho...y conseguiste que la fuera a ver ..¡¡¡¡jajjajaaj!!!!..oh, ¡no! efecto adverso, dirás, pero igual no me gustó.
Me encanta el exacto momento introspecto que la o el fotógrafo captó. Es como que estas y no estas ahi; medio metido en las brumas de todo o de nada...Espero mantengas esta foto por un tiempo más largo que esta entrada..jeje.¿o, será que la sacarás ahora que ya pasó el día del no fumador?.
Besote, a ver si nos vemos el 07 Jun en el JazzZone a ver a Bongo pop..

Anónimo dijo...

sabías que beto ortiz dijo todo lo q tú ya habías dicho sobre indiana jones?
coinicidencia?